El niño perdido…
Día 17, ocho de la tarde.
Mariano Marco Yagüe
Justa me lo repetía con cierta frecuencia.
-Hay que vigilar al niño mientras ve la tele.
No entendía muy bien la recomendación, si era proteger o impedir que la viera.
El niño, ya era una rutina, se apoderaba del mando y ponía los dibujos animados. No importaba en qué momento estuvieran, si recién comenzados o a medio programa, él enseguida se incorporaba a la historia. No le importaba que fueran antiguos, los enanitos o los más modernos japoneses. Creo que no hacía distinción entre los ninja o los ratones Pixi y Dixi. Ni que el argumento fuera por la mitad. Las líneas que formaban los dibujos y sus movimientos, la música y sus voces agudas, casi gritonas, lo encandilaban.
No se movía, solo miraba.
Si queríamos que merendara, porque acababa de llegar de la guardería, había que sentarse junto a él e ir llevándole a la boca cada porción de alimento. Nunca hacía ascos a nada, abría la boca y con el ritmo musical y los movimientos de la pantalla, masticaba y deglutía.
Al parecer le importaba el televisor más que su merienda.
Tal vez por eso Justa me comentaba que había que estar atentos a cómo se sentaba ante el televisor.
Se sentaba bien. Cierto que no siempre en su sillita, sino que, algunas veces, se dejaba caer al suelo o se acomodaba en el sofá y desde allí, con los ojos bien abiertos, no desperdiciaba imágenes.
-¡Que no se acerque mucho! –Me ordenaba cuando yo lo cuidaba-, ¡que luego padecerá de los ojos!
Siempre obedecía. Cuando decíamos que era hora de dormir, y le explicábamos que los dibujos animados se cansaban de ir y venir y necesitaban descansar, él aceptaba la indicación, lo llevábamos a la cama y se dormía plácidamente.
Justa, siempre preocupada me decía:
-Ya verás como algún día se comerá la tele, se acerca mucho y si no es él, será la tele la que se lo trague y le queme las pestañas y los ojos.
Yo quitaba hierro a estos pronósticos tan amenazantes.
-¡Eso es imposible! ¡Son figuraciones tuyas! Lo dices por lo cerca que se pone y por la atención con que la contempla. ¡Pero la distancia es más que suficiente! Sí que se olvida de sí mismo y no hace caso a nada, pero eso nos pasaba a todos cuando éramos niños ante cualquier situación seductora.
No era muy convincente con estas explicaciones porque entonces no había tele todavía. Pero en el cine les pasaba lo mismo.
-Enseguida se terminaban las películas, ¡Recuérdalo!
Se hacían cortas, claro, tan integrados estábamos en los personajes que se acababan en un suspiro.
-¡Eso le pasa a él con los dibujos!
Un día, el niño los estaba viendo, como no podía ser de otra manera, y Justa se había retirado a la cocina a dejar el plato y los cubiertos de la merienda y a fregarlos, y entonces fue cuando ocurrió.
El niño desapareció.
¡Se lo ha tragado el televisor! Fue la primera idea que surgió en la mente de Justa. Incluso afirmó con total convicción que vio como penetraba en la pantalla por un agujero porque llegó a tiempo de ver sus zapatillas entrando.
Por ningún rincón de la vivienda lo encontraron y por ningún lado aparecieron huellas o señales de él.
-¡Se metió en la tele!
Se había colado dentro. Esa fue la conclusión que consideramos más verídica.
Llamamos a un experto en televisores, al que nos aconsejó el comerciante a quien la habíamos comprado.
-¿Qué le pasa a este televisor?
-Que tiene un agujero por el que puede entrar un niño –le dijimos.
Nos miró muy extrañado, pero ante nuestra insistencia procedió a desmontar el televisor. Iba destornillando cada componente, primero la tapa de atrás y nos llamó.
-¡Miren, aquí no cabe nadie!
Pero nosotros erre que erre.
-¡Justa lo vio meterse! ¡Es un niño pequeño! Y puede esconderse en cualquier rincón.
Y siguió levantando pieza por pieza todos los elementos del televisor y no había nadie en ellos.
-Para no dejarles sin tele, se lo voy a montar de nuevo.
El retintín con que dijo “dejarles sin tele” no hizo mella alguna en nuestra conclusión.
Y aún se atrevió a susurrar, como si a la tele la necesitáramos más que al niño.
-Por el cable de antena penetran las imágenes y el sonido.
No sé si fue una indirecta, o si fue una posibilidad la que nos estaba mostrando. El caso es que cuando él terminó su faena y volvimos a ver y a oír le tele, llamamos al antenero.
Trajo su maletín de señales y su cartera de herramientas. Abrió su maletín, conectó la antena a su monitor y nos dijo que todo estaba correctamente y que todos los canales se veían sin interferencia alguna.
Cuando le dijimos que nuestro niño se había colado en la tele y que se había escurrido por los cables nos miró con lástima. Como si él sufriera por nuestra desgracia.
Le enseñamos su silloncito, la mantita extendida en el suelo desde donde veía los dibujos animados y que, en un descuido nuestro, cuando no lo vigilábamos, se coló en la tele.
-Se acercaba mucho –dijo Justa.
-Mucho, mucho –como un eco repetí yo.
-Se coló dentro y se escurrió por los cables. Puede ser que esté en la antena, arriba del todo, donde ya no pueda subir más alto, ni seguir.
El señor de las antenas movió la cabeza con signos muy extraños ante las palabras de Justa, pero subió escaleras arriba a la azotea. Manejó los aparatos de conexión. La caja estaba vacía.
Subió al tejado y nos miró.
-Si estuviera en la antena lo veríamos acomodado en ella y contemplando los tejados de la ciudad. ¡Miren!, miren, no hay nadie sentado sobre ella.
-¡Es un niño! ¡No es un poeta ni un retratista!
Le gritó Justa estas palabras.
El señor de las antenas movió de nuevo la cabeza de una manera rara y puso gesto de disgusto y de desconfiado, pero después hizo una mueca de resignación y trepó por el andamio que soportaba la antena. Una vez arriba desempalmó el cable y nos lo enseñó.
-¡Nada, ni muestra de deterioro, ni señal de herrumbre! -Nos gritó para que nos diéramos por aludidos-, ¡y por las varillas de la parrilla tampoco se nota ningún abultamiento raro!
Nos acompañó hasta el piso y encendió la tele.
-¡Pero si se ve perfectamente! No sé qué más puedo hacer.
Nos dejó mirándola. Y la estudiamos con atención, buscando un agujero o un resquicio por el que se hubiera colado. Por arriba, por abajo, por los laterales, por los ángulos…
Nada, no descubrimos nada.
Vimos todo el programa infantil, el del mismo horario que veía el niño. Creo que no lo vimos, que lo observamos como si lo auscultáramos, tal era la intensidad de nuestra mirada. Y nada, tampoco vimos señal alguna.
-No saldrá al escenario, si no es con los mismos titiriteros de cuando se marchó.
-Eran dibujos animados –contesté para concretar la situación y que no divagara-. No eran marionetas ni una compañía de teatro.
-Eso ya lo sé, pero si no son los mismos personajes y la misma obra, él no saldrá a escena y no lo podremos ver.
A Justa no le faltaba razón, y coincidimos en que, quien pusiera el paquete de los dibujos, lo pudo almacenar con los además y tenerlo en el estudio de la tele, donde emitían los programas.
Cuando terminaron de difundir el programa infantil, cogimos un taxi y acudimos al centro de televisión.
Como ya casi estábamos acostumbrados a los gestos raros del televisero y del antenero, ya no nos percatamos en qué cara puso el conserje al escucharnos. Solo que enseguida llamó a alguien que se hizo cargo y nos dirigió a la sala de emisiones, al lugar donde almacenaban los programas.
El encargado no nos rechazó, parecía ser que ya sabía nuestro propósito y nos preguntó día y hora del programa que queríamos ver.
-Del 17 de noviembre, de las seis a las ocho de la tarde.
-Muy bien, esperen… Veamos, este es el paquete de la emisión -lo removió y lo agitó, se quedó quieto y miró al suelo-, no ha caído nada.
-Sí, no ha caído nada –contestó Justa-, pero es que puede haberse metido dentro y estar aprisionado como los demás dibujos de los que ya se habrá hecho amigo.
-Amigos inseparables en un abrazo cariñoso, si no… -contestó son cinismo el operador- ya habría caído.
Pero nosotros no detectamos ningún tono extraño en sus palabras, ya estábamos hechos a los distintos dejes utilizados para ridiculizarnos, burlarse y mofarse. Nos interesaba localizar a nuestro niño.
Nos hizo ver todo el programa infantil de aquel día y no apareció entre los personajes.
Pero no nos desanimamos. En algún lugar se habría metido. Y volvimos a casa.
-¿Y si cambió de canal y se metió en el telediario, o entre los espectadores del campeonato, o del derbi de futbol?
-Pero su emisión fue desde la capital –contesté a Justa. Y añadí-. Si nos vamos y vuelve, ¿cómo lo sabremos?
-La pediré a Amalia que todas las tarde se dé una vuelta a las ocho y compruebe si está, por si se ha bajado de la tele.
Las ocho era la hora de cenar y de llevarlo a la cama, y Amalia era nuestra vecina, que quería mucho a nuestro niño, cuando la encontrábamos en la escalera siempre llevaba un dulce o un pequeño detalle para él.
-Muy bien, y nosotros la llamaremos todos los días a las ocho y cuarto para tener noticias.
Quedamos de acuerdo. Justa se acercó a hablar con Amalia y yo preparé lo necesario para viajar. Ni que decir tiene que saqué el dinero que creí necesario de momento, pensando en que dondequiera que fuésemos habría algún cajero que nos lo facilitaría. Además para los billetes y lo que fuera, la tarjeta nos sería útil.
En los estudios centrales de la capital, los de la nación, nos atendieron con las mismas caras y los mismos gestos, pero no obstante nos permitieron ver lo que queríamos. Visionaron los dibujos de ese día y el futbol, fue un gran problema intentar localizar entre los espectadores a nuestro niño.
Para no dejar un mal gusto ni una sensación de locura por nuestro empeño, casi obsesión, di unas propinas a quienes nos atendieron aunque lo hicieran a regañadientes.
Como las propinas abren bocas, nos contaron que las privadas también emitieron algún programa infantil y de deporte. Por nuestra insistencia nos dieron sus direcciones, y allí nos presentamos.
Tuvimos más problemas, al parecer no entendían nuestra demanda. Ni caras largas e incrédulas ni nada.
-Adónde van ustedes con esas pretensiones. Quién puede creer esas cosas. Un niño absorbido por la tele.
-No, no señor, no fue absorbido ni abducido, eso es de los platillos volantes. Nuestro niño se introdujo. Vio un agujero y por él se metió. Y está entre los personajes que actuaban en aquel momento.
-Siempre imitaba algún movimiento de los dibujos delante de nosotros, ya sabe, los niños en cuanto aprenden a hacer una gracia la repiten ante sus padres para que los aplaudan y vitoreen –añadí a lo que le decía Justa.
Ya no dijo nada más, nos mandó a otro señor que estaba paseando en ese momento por el hall o vestíbulo del edificio. (Como mola eso de hall, verdad)
Él, más ducho en saludar a gentes y más rápido en entender nuestro propósito nos subió a la tercera planta y pidió a un operador que nos visionara la programación del día 17 a las siete de la tarde.
Tampoco vimos nada, ni un rostro que se le pareciera.
Buscamos una cabina de teléfono y llamamos a Amalia que nos dio el parte, igual que ayer y antes de ayer, no aparece nadie. Todos los días la habíamos llamado y todos los días el mismo mensaje.
-¿Qué hacemos? No podemos dejar de buscar. Se sentirá muy mal si abandonamos.
Quien realmente se sentía mal era ella, Justa, si no lo encontramos y queda alguna sospecha, algún lugar, cualquier resquicio por hurgar, se morirá de soledad. La angustia la podrá. Un hijo, ¿qué hace sin una madre?, y una madre ¿qué hace sin su hijo? Todo esto me aturdía y yo mismo perdía el sentido.
Caminando por la ciudad, ante un escaparte de televisiones nos sorprendió una melodía muy conocida. Apareció en todas ellas la orla redonda y la sinfonía que la hacía internacional.
-¿Y si vio un programa de eurovisión?
Esta pregunta la formuló Justa, aunque estaba en la mente de los dos.
Y nos fuimos a las ciudades donde pensamos que emitían los programas eurovisados.
Comenzamos por Francia, conseguimos un traductor que, por la cara que ponía cuando le proponíamos lo que pretendíamos saber, dedujimos que no sabría proponerlo a sus jefes. No obstante insistimos, e insistimos, hasta que nos hicieron caso. Salimos desalmados, cabizbajos. No entendimos nada de lo que decían los dibujos de aquel día 17 a las ocho de la tarde.
Justa lloró amargamente porque si ella no fue capaz de entender palaba alguna de lo que decían ¿qué sería de nuestro niño entre tanto desconocido y raro, con decires falsos?
-Falsos no -la corregí-, ignorados o extraños.
-Por mí como si fueran misteriosos, y usados para humillar y desdeñar.
Volvimos a llamar a Amalia y a recibir la respuesta de todos los días.
-No, no ha aparecido.
Recorrimos todas las capitales de Europa y en todas lo mismo, solo que con mayor desconocimiento de sus expresiones. Los traductores aún más aturdidos y con miradas más raras cuando entendían y cuando contaban nuestro deseo y la cara de los locutores se mostraban muy extrañados, como si de su persona saliera un espíritu volátil e irreal.
Nosotros quedábamos impertérritos aunque los sonidos de sus voces nos sonaran extravagantes, aún más estrafalarias que nuestra búsqueda de un niño que se zambulló en la tele.
La última Eurovisión que visitamos fue la italiana que al parecer más se podría apiadar de nosotros y de nuestra desgracia. Pero la gesticulación del intérprete no nos auguró nada positivo. La signorina que nos recibió tras la traducción del intérprete era una mamma verdadera y se emocionó al enterarse de nuestra tragedia y nos facilitó cuanto pudo, pero nada.
Sí, eran dibujos similares a los nuestros, incluso los sonidos eran abiertos y sonoros, pero también ininteligibles.
Justa, llamó y llamó, gritó ante la pantalla esperando que oyera su voz y respondiera. Pero nada ocurrió.
Hablamos con Amalia y todo igual.
Ya no teníamos dinero ni sustento, y volvimos a casa.
-¿Tienes hambre? –me preguntó Justa.
-Ya no sé si tengo hambre o no –le contesté.
Hizo una tortilla de patata y la trajo a la mesa delante de la tele.
Habían acabado los Ninja y pusieron al Correcaminos. En su huida se formaba un punto al centro de la tele por donde él desaparecía y luego en un esprín de frenazo volvía a presentarse en pantalla.
-Por ahí –dijo Justa con nervios y urgencia, como si hubiera localizado el sitio-. Por ahí se fue. Ayúdame, lo seguiré por ahí. Me meteré por ahí hasta encontrarlo. Ese es el agujero.
Y esperamos a que volviera la carrera del Correcaminos y, a la vez que él desaparecía en el centro de la pantalla, lo seguimos.
… …
Ni Justa ni yo salimos del televisor, nos integramos en él de tal manera que no supimos si nuestro niño volvió alguna vez.
Tampoco supimos que el juez, la policía y los bomberos entraron en nuestra casa llamados por la vecina que no se llamaba Amalia, sino Eduviges. Y no fuimos testigos de la ceremonia de nuestro entierro.
Según las lenguas de la escalera, nos encontraron porque la vecina nos echó de menos. Durante varios días llamó a la puerta por si queríamos que nos comprara pan o algo y nunca contestamos. También le llamó la atención que nunca abríamos la ventana para ventilar la casa. Incluso llamó varias veces por teléfono y no contestamos.
Eso le indujo a arrimarse a la puerta y sentir un fétido aroma y a sospechar lo peor. Cuando detrás de los bomberos logró entrar para reconocernos, nos encontró esqueléticos, con una herida en la frente, la pantalla del televisor estaba como si le hubieran dado una pedrada en mitad, y sobre la mesa permanecía una tortilla de patata troceada, pero entera.
Todo esto se rumoreó entre las vecinas de la casa de cinco alturas donde habíamos vivido. Alguien tan anciano como nosotros recordó que tuvimos un niño que murió de seis años, que estaba siempre en silla de ruedas por la polio y que solo se entretenía oyendo la radio y viendo revistas con muchos grabados.
Mariano Marco Yagüe